Era marzo del año 1847 en el prestigioso Café des Ambassadeurs de París cuando uno de los meseros, sin imaginarse los eventos que estaban por desencadenarse, se acercó a cobrar la cuenta a una de las mesas donde tres bohemios señores disfrutaban del ambiente. Ubicado a los pies de los Champs-Élysées, este concurrido “café-concert” atraía a lo más selecto de la sociedad parisina y justificaba sus altos precios con los espectáculos musicales que se ofrecían cada día para los visitantes. Tras una breve conversación, el mesero se devolvió y fue a buscar a Monsieur Morel, el dueño del establecimiento: los caballeros se rehusaban a pagar la cuenta y exigían hablar con el encargado del local. El señor Morel, algo incrédulo por la incómoda e inaudita situación, accedió a conversar con los clientes. Uno de ellos, un rechoncho hombre de mirada altiva y abundante barba negra, se presentó como el compositor Ernest Bourget. Acababa de terminar su syrup de almendras, pero no tenía intención de desembolsar dinero a cambio. Música de su autoría había estado sonando toda la tarde sin obtener él retribución alguna y pensaba que lo mínimo que podía exigir era que sus bebestibles fueran gratis. Morel rió: los precios de las bebidas ya habían tenido que ser subidos para poder pagarle a los músicos, si también tenía que pagarle a los autores el negocio sería un desastre. Además, ¿qué exigencias podían poner los creadores de estas pequeñas cancioncillas que una vez publicadas le pertenecen a toda la sociedad?
Bourget, indignado, terminó demandando a Morel y a prácticamente cada café que se le cruzó por delante, ganando cada uno de los juicios y dando paso a la fundación de la SACEM, la primera sociedad de gestión colectiva de derechos de autor. Su función era velar por la correcta distribución de regalías a los autores de obras musicales que se presentaban en los distintos escenarios del país. El modelo se expandió al resto del mundo y hoy en día las sociedades de gestión colectiva son los principales inspectores del correcto funcionamiento del uso de obras protegidas.
Bourget estaba haciendo valer derechos que le habían sido conferidos por leyes que en los últimos años habían empezado a entrar en vigencia en Europa y en los Estados Unidos. Desde la invención de la imprenta se hizo muy fácil copiar y reproducir distintos tipos de obras. Como los editores originales tenían que pagar los honorarios del autor, el precio de venta de las ediciones originales (que debían subvencionar este gasto) era mayor que el precio de las reproducciones no originales, las cuales sólo debían cubrir los costos de los materiales. Por esto, las compañías editoriales comenzaron, bajo la excusa de estar protegiendo los derechos morales y económicos de los autores, a hacer un fuerte lobby para restringir las copias de obras creativas. Sin embargo, ya entonces los autores se verían muy poco beneficiados por las leyes de copyright que empezarían a surgir en aquella época. Dada su débil posición negociadora frente a las editoriales, los autores terminaban casi siempre debiendo ceder todos sus derechos al firmar los contratos, por lo que cada sucesiva ley que reforzaba el derecho de autor, verdaderamente hacía más fuerte y económicamente exitosas a las grandes compañías editoriales. Poco ha cambiado desde entonces.
Económicamente hablando, el derecho de autor genera un monopolio del uso de las obras durante su vigencia (actualmente 70 años desde la muerte del autor). Los monopolios, como sabemos, disminuyen de manera significativa el bienestar social en su conjunto, ya que el precio no termina reflejando el equilibrio entre la oferta y la demanda. En este caso, sin embargo, se justificaría, ya que funciona como un incentivo a la creatividad: los autores no tendrían razón para crear si sus obras no estuvieran protegidas y fuera imposible ganar dinero con ellas. Esta lógica no explica cómo hasta antes del siglo 18 todos los artistas curiosamente creaban sin que hubieran leyes de copyright.
Lo cierto es que desde entonces y hasta el día de hoy el derecho de autor nunca ha funcionado como un incentivo a la creatividad, sino que como una restricción a ella. La inspiración se nutre de aquello creado anteriormente, nada surge de la nada. Al poner barreras de entrada para el arte y dificultar su difusión se está poniendo un tope a las mentes creativas, sobretodo si este candado puede fácilmente permanecer vigente por mucho más de 100 años. Varios expertos coinciden en que alrededor de 15 hasta un máximo de 38 años de protección de las obras sería un plazo más que razonable para asegurar una retribución justa para el autor (o para las editoriales y compañías discográficas) sin afectar mayormente el bienestar social (debido a menor acceso al arte).
Aunque la leyenda del compositor Bourget pinta una imagen idílica del músico haciendo valer sus derechos, la realidad ha terminado siendo otra. La legislación actual lo que verdaderamente incentiva es la búsqueda de grandes y escasos éxitos comerciales a los que se les exprime dinero durante décadas, creándose poderosos oligopolios que ejercen a su vez presión para que las leyes no cambien. Proteger a los autores no significa proteger únicamente su patrimonio económico, sino que proteger su creatividad, su acceso a la inspiración y su posibilidad de difusión. Se debe poder vivir del arte, pero para que ello ocurra, debe haber leyes que permitan al arte vivir en nuestra sociedad. El copyright (en su forma actual) no es una de estas leyes.
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