19) Hacia un Constitución liberal para la Cultura (Parte 2)

La columna anterior dedicada al tema de la nueva Constitución y su relación con la Cultura se ocupó de definir tres aspectos que deberían ser abordados a este respecto en el proceso constituyente: la creación cultural, el acceso a la Cultura y el financiamiento de la Cultura. Habiendo ya discutido el primer punto, esta segunda parte se centrará en los dos puntos restantes.

 

En el debate público que se ha generado en torno al proceso constituyente en Chile la temática cultural, si bien no ha sido protagonista, tampoco ha estado ausente y una de las propuestas que más se ha escuchado ha sido la de establecer la Cultura como un derecho social garantizado constitucionalmente. Sin embargo, no queda muy claro qué es específicamente aquello que se busca cuando se habla del derecho a la Cultura. Se suelen mencionar en este contexto ideas de disímil naturaleza, tales como la seguridad financiera de los artistas y los trabajadores culturales, el acceso universal a la Cultura, el apoyo económico a las instituciones culturales o el derecho de las comunidades a desarrollar sus identidades culturales. Lo que sí parece ser común a todas estas demandas es la idea de un financiamiento público (que esté asegurado por el texto constitucional) para los distintos elementos que componen el quehacer cultural del país. Cuando se habla de “garantizar” entonces, lo que realmente se está pidiendo es que el Estado ponga a disposición los medios monetarios que permitan desarrollar las propuestas antes mencionadas. En resumidas cuentas (y como suele ocurrir con los llamados derechos sociales), el “derecho a la Cultura” se traduce como “dinero para la Cultura”.

 

En principio esto suena como una muy buena idea. El Arte es por naturaleza deficitario y necesita de apoyo financiero externo para sobrevivir, pero surge la pregunta de si acaso es tarea de la Constitución resolver este problema. Para que una Constitución pueda imponer el respeto que se merece debe ser capaz de cumplir siempre y sin condiciones aquello que en ella se establece, de lo contrario todas sus garantías corren el riesgo de debilitarse. Al ser los recursos de los que un país dispone siempre escasos, va a ser imposible satisfacer todas las demandas monetarias de todos los sectores todo el tiempo. Da lo mismo cuánto se suban los impuestos, no importa si se nacionalizan todos los recursos naturales, al final el dinero que tenga el Estado no va a ser infinito y no va a alcanzar para cumplir cada una de las exigencias (por muy legítimas que puedan ser) de los diferentes actores que componen una sociedad. Y si una regla constitucional no se cumple a cabalidad (por ejemplo por falta de dinero para llevarla a cabo), cualquier otro reglamento quizás mucho más fundamental (como lo sería la libertad del Arte que se discutió en la columna anterior) podría ser también puesto en duda o relativizado. Es por esto que es muy importante que la Constitución, salvo en casos excepcionales, no se dedique a “facilitar”, sino que a “no impedir”.

 

En el caso específico del llamado acceso universal a la Cultura surge un problema similar. Las expresiones culturales son muy variadas y heterogéneas y resulta difícil imaginar un Estado que sea capaz de garantizarle a todo el mundo acceso a todas ellas. Finalmente, entonces, el Estado tendría que terminar decidiendo cuáles formas de la de Cultura son dignas de tener acceso universal y cuáles no. De esta manera se le estaría dando expresamente al Estado el poder de elegir qué es Arte y qué no, lo que, tal como se vio en la columna anterior, es precisamente lo que debería impedir un texto constitucional que busque proteger a la Cultura.

 

Esto no significa que tanto el acceso como el financiamiento de la Cultura deban estar ausentes de la Constitución. Todo lo contrario, el texto constitucional debe establecer de manera muy clara el compromiso del Estado con la promoción de la Cultura, pero con un enfoque “desde abajo hacia arriba”, poniendo mucho énfasis en el desarrollo de lo local. Esto quiere decir que el Estado no podrá imponer de manera centralista y homogénea políticas culturales, sino que deberá velar porque cada uno de los individuos y cada una de las comunidades puedan desarrollar sus actividades culturales sin impedimentos y sin que el aparato público pueda discriminar ni favorecer de manera arbitraria un tipo de expresión cultural por sobre otra. Las formas específicas de subsidio y financiamiento a la Cultura siempre deberán responder a la constantemente cambiante dinámica de la economía cultural y, por lo tanto, es mucho más sensato expresarlas a través de textos de ley de mayoría simple o políticas gubernamentales directas (ambas fáciles de adecuar a nuevas realidades) que fijarlas en un texto constitucional, el cual idealmente nos debería acompañar sin mayores modificaciones por las próximas décadas.

 

Una Constitución comprometida con la Cultura debe, por lo tanto, además de defender de manera irrestricta la libertad del Arte, velar por que tanto el acceso como el financiamiento de la Cultura ocurra respetando toda la diversidad cultural que es capaz de ofrecer una Nación, evitando que el Estado ejerza discriminaciones arbitrarias con aquellas expresiones que menos le acomoden. Sólo así tendremos realmente una nueva Constitución en la que la dignidad de la Cultura finalmente se haga costumbre.

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