Hace unos días en Chile todos los parlamentarios de oposición firmaron una carta abierta al Presidente de la República instando a incrementar el porcentaje del presupuesto público del país destinado a la cultura de un 0,37% a un 1%. En tres carillas esta misiva recorre la historia reciente de la institucionalidad cultural del país, enumera sus falencias y precariedades, notando como éstas se han agudizado en la pandemia, y concluye con un llamado a elevar el gasto público en cultura, aludiendo a la importancia que tiene ésta para el desarrollo integral de la nación. Si bien suena todo muy bonito y loable, lo cierto es que esta acción se inscribe como una más de las infantiles actuaciones a las que nos tiene acostumbrada una parte de la clase política del país, en las que, bajo la excusa de estar realizando cosas buenas y beneficiosas, terminan perjudicando precisamente a los sectores que dicen querer ayudar. Y es que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones.
Lo primero que salta a la vista en esta carta es su superficialidad. Tras 20 párrafos y más de mil palabras no se encuentra una sola medida concreta que busque mejorar la situación cultural del país. Uno imaginaría que cuando se está pidiendo triplicar la dotación económica de una cartera (pues eso es lo que significa pasar del 0,37% al 1%) es porque hay una propuesta seria y concreta detrás. Es evidente que este no es el caso. Simplemente se está pidiendo más dinero, sin decir de dónde se va a sacar (naturalmente si se sube el porcentaje de un sector se deberá bajar el de otro) ni en qué se va a utilizar. También omite, probablemente de manera deliberada, que si bien el presupuesto destinado al Ministerio de las Culturas, las Artes y el Patrimonio (MINCAP) históricamente ha rondado el 0,4%, al sumar a esta cifra el gasto ejecutado en instituciones en principio ajenas a la cultura, pero que terminan realizando programas y proyectos culturales, el gasto público total en cultura año a año ronda y a ratos supera el famoso 1% del presupuesto público nacional.
Otra lamentable característica de este documento es su patente intención de politizar la cultura. Ya en el primer párrafo la carta hace una innecesaria alusión a la dictadura para luego dar paso a una insufrible narrativa de “los buenos contra los malos” en torno a la supuesta lucha histórica de los héroes que defienden a la cultura contra los villanos que la desprecian y sólo piensan en el desarrollo económico del país. Curioso es que cada victoria en este épico relato se traduce en un acrecentamiento de la burocracia estatal ligada a la cultura, lo que encuentra su culminación en la reciente creación del MINCAP como el mayor logro en favor del desarrollo cultural. Asumir como verdad revelada que asignarle una institucionalidad específica y centralizada a un sector es la mejor manera de desarrollar una industria tan compleja y diversa como la de la cultura es, a lo menos, antojadizo. Sin ir más lejos, Austria, un país con políticas culturales de primer nivel y donde la cultura juega un rol central en su modelo de desarrollo, no tiene una institucionalidad específica a nivel nacional dedicada a la cultura.
El solo hecho de que los firmantes sean parlamentarios exclusivamente de la oposición es una confesión explícita del propósito de esta carta: convertir a la preciada cultura en un arma política contra el gobierno. La cultura, aquello que nos une, eso que le entrega un sentido a nuestro quehacer cotidiano y belleza a nuestras vidas, es utilizada de manera irresponsable como una simple moneda de cambio, como un tomate hediondo que se puede lanzar hacia el escenario para luego podrirse y ser olvidado. Buscar generar conflicto y división con la excusa de defender la cultura es vil y deshonesto. Usar el nombre de la cultura en vano es un pecado imperdonable.
Defender la cultura requiere coraje, no sólo ruido. Se necesita pensar de manera innovadora, buscar alianzas entre perros y gatos, no únicamente pedir más plata. La cultura es tremendamente plural, no le pertenece a ningún sector, es un gran barco donde todos estamos remando y sólo avanzamos al ponernos de acuerdo. Promover entonces su desarrollo va a significar siempre ponerse en posiciones incómodas que incluyan a aquellos que piensan distinto a nosotros. Politizar la cultura, ponerse en la inmadura posición de superioridad moral, cual defensor de todo lo que es bueno y verdadero, no contribuye en nada, simplemente crea conflicto. Firmar una superficial carta llena de lugares comunes para supuestamente rescatar a la cultura es un acto que es o ingenuo o hipócrita, es pensar que se está solucionando la pobreza cuando se da una limosna. La cultura merece más, merece políticos que la valoren por sobre la ideología. Sólo si estamos dispuestos a dar el 100% de nosotros tendremos derecho a pedir el 1% para la cultura.
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